¿Qué sería de mi vida si no hubiera tomado riesgos y caminado, infinidad de veces, sobre la cuerda floja con los ojos vendados?
La mía es una vida llena de cambios y retos. Me ha puesto a prueba tanto… y en todas, el atrevimiento, la sencillez, la confianza han sido más productivos que la aceptación abnegada de esa situación sin más.
¿Cómo conseguir las cosas? Para mí la respuesta es clara: arriesgando, siendo un auténtico OffRoaders. Hay una frase que decía un gran amigo mío, que repetimos infinidad de veces durante la adolescencia y que, sin duda alguna, ha marcado mi vida: «sin riesgo, no hay gloria«. Esa frase hablaba de felicidad, hablaba de satisfacción y de sentirse a gusto con la vida.
Principios de junio del 2006. Acababa de arruinarme. Había perdido lo poco que tenía en un proyecto fantástico, y económicamente nefasto. Tenía dos opciones, quedarme sentado y lamentarme de mi mala suerte; o coger mi Subaru, mi mochila y mis cuchillos y tratar de salir del agujero. No necesitaba más.
Pero mi suerte estaba a punto de cambiar. Recibí la llamada de un amigo que necesitaba un chef privado para un acaudalado empresario, que tenía como hobby despedir entre 2 y 3 cocineros por semana.
Estoy convencido que ni la barba, el pelo largo, mi inseparable sombrero negro, ni por descontado mi impuntualidad patológica, fueron de gran ayuda. Mi aspecto era difícil de “maridar” con mi extenso historial gastronómico. El capitán había gastado su última bala con un “pseudo hippy” que tenía todas las papeletas de haber falseado sus referencias atraído por la suculenta cifra ofrecida por sacarle del marrón en el que estaba navegando.
Entré en el barco y comencé mi largo historial abordo de “ordenes” incumplidas. Maldije un par de veces y recapacité sobre la escasa información que me había dado el breve vistazo a las caras para las que iba a cocinar.
Abrí neveras, cajones, congelador… No faltaba absolutamente nada. Todos los tipos de carnes y cortes, variedad interminable de frutas y verduras, lácteos, condimentos, pescados y mariscos cogidos hace segundos…. Miles de preparaciones corrían por mi cabeza, “¡¡esto es la Disneylandia gastronómica!!”
Aquel tío grandullón y serio quería que le cocinaran con cariño, ¡como su mamá!… eso sí, también quería ver que “su mama” había estudiado, trabajado en un 3 Estrellas Michelin y conocía al detalle el punto justo de cada uno de los alimentos que caían en sus manos…. Y fue en ese mismo instante, de reflexión y declaración interna de intenciones, en el que descubrí lo que iba a ser mi “salvavidas”.
¡Tenía a mis pies un saco de patatas!… unas hermosas Kennebec, bien sucias, como corresponde, y con ese olor a tierra húmeda y campo que me hace recordar a mi abuelo. Estaba salvado, la patata ideal para hacer un buen guiso. Y como compañero perfecto, un “cap roig” (cabracho, escórpora) que, con su carne blanca y firme, su sabor delicado y su regusto meloso iban a conseguir que el “Marmitako” nunca más se cocinara con atún.
Dicho y hecho, me quedaban 30 minutos -que se alargarían inevitablemente a 55, marca de la casa- para dibujar el “Marmitako de Cap roig”.
En una olla 2 litros de agua, la cabeza, la cola y las aletas del amigo pez; el verde de 3 cebollas tiernas, los recortes de un pimiento verde, dos ajos aplastados y fuego de inducción a lo que da. Aparte, en una magnifica cazuela de hierro fundido: un chorro de oliva virgen, media cayena, 3 ajos aplastados y 3 cebollas en juliana; a fuego generoso, sin pasarse, hasta que esté todo pochadito. El pez cortado en trozos del tamaño de una pelota de golf, con espina y todo. Salpimentados y a la cazuela 2 minutos. Añado las patatas chascadas, como lo haría mamá, para que suelten todo el almidón. Otros dos minutos, y a falta de pimiento choricero, una cucharadita de pimentón ahumado de la Vera y un tomate rallado. Solo me queda añadir el caldo hirviendo (¡bendita inducción! -nunca pensé que diría esto-) y esperar pacientemente mientras salteo una juliana milimétrica de pimiento verde que dará la puntilla de aroma y color a mi primer “round” a bordo…
Por suerte, esta vez sus caras no mintieron. El pulgar tomo nuevo rumbo, y el “cristiano escapó de los leones”. Creo que desde aquel momento decidí no encorsetarme. Cada día para mí es un reto, siempre haciendo lo que me gusta, no importando el momento, desde la libertad. Y, sobre todo, sigo apostando por ese gran lema… “sin riesgo, no hay gloria”.
Quién sabe cuál será el próximo reto…